A cuarenta años de la guerra de Malvinas, lo primero que viene a la memoria es que fue el comienzo del fin de la dictadura militar que estaba en el poder desde 1976. Luego, las emociones intensas y contradictorias de esos días: el día del desembarco argentino, el 2 de abril, el hundimiento del crucero Belgrano, el 2 de mayo, el día de la rendición argentina, el 14 de junio… Y todo lo que supimos después. Seguramente serán días de muchas conversaciones en las casas, con nuestros hijos, o en las aulas, con nuestros estudiantes. Una conmemoración tiene esa finalidad: detenernos por un instante, recuperar el tiempo necesario para reflexionar, y preguntarnos tres cosas: dónde estaba, dónde estoy, y dónde quiero estar.
Entonces, sin duda que un primer recuerdo es para quienes combatieron en las islas. Sobre todo, para quienes fueron allí en condición de soldados conscriptos (tendremos que explicarles a nuestros estudiantes que en la Argentina ya no hay servicio militar obligatorio). Porque cargaron muy jóvenes, en sus espaldas, esa responsabilidad, y el riesgo de morir, y las muertes de las que fueron testigos. Ninguna sociedad debería pedirles tanto a sus hijos sin obligarse luego a agradecérselos para siempre. Sabemos que no siempre fue así, y por eso esta fecha redonda, los cuarenta años, puede ser una ocasión, al menos, para que quienes nunca lo hicieron escuchen sus historias. Aunque quizás no las compartan, aunque no les gusten. Esa segunda acción, de mínima solidaridad y empatía, es el presente desde el que recordamos.
Conmemorar una guerra y sus consecuencias, por último, es darle un sentido a esos acontecimientos. La búsqueda de la recuperación de las islas, y la relegitimación social subsiguiente que buscaron los dictadores, devino, como una paradoja, en el comienzo del fin de la peor época de la historia argentina. Llegamos al tercer momento, entonces, que es el de la imaginación de un futuro. Ese es el compromiso mínimo con quienes no están, pero lo es sin duda con los más jóvenes, que son quienes heredan esa historia por lo menos bajo la forma de marcas en su realidad. Recordar, aunque implica mirar al pasado que evocamos, sin duda es un ejercicio de proyección. Entonces es allí donde recodar la guerra de Malvinas es un instrumento formidable. Las islas son un símbolo que no dejan a nadie indiferente, aunque no pensemos lo mismo ni sobre ellas, ni sobre la guerra, ni sobre la dictadura que la produjo. Pero a partir de ese encuentro en un símbolo, hay algunas constataciones y propuestas. La primera es que una forma de pensarnos como país, una forma de hacer las cosas, fue derrotada en las islas. Nuestro país no debería parecerse –y en muchos aspectos ya no se parece- a aquel país que fue a la guerra. La democracia vigente desde 1983, sin embargo, nació débil y condicionada entre otras cosas, por las formas en las que tramitamos la posguerra, como pudimos ver en la Semana Santa de 1987. Entonces, ¿qué democracia queremos? Malvinas permite pensar eso. Y ¿qué país queremos? Las islas, un archipiélago austral, son un escenario atlántico, marítimo. ¿Imaginamos nuestro país de esa manera? ¿O seguimos pensándonos con la matriz con la que nos educamos, nos organizamos, empleamos nuestros recursos desde la formación de la Argentina moderna? ¿Cómo sería imaginarnos de forma descentrada, desde un lugar que no sea Buenos Aires? Es decir, ¿cómo sería la transición de una imaginación “nacional” a una “regional” o “federal”?
Estos tres momentos, pasado, presente y futuro, convocados por el recuerdo de un hecho donde se mezclan el dolor y el orgullo, son entonces una ocasión para pensarnos en una perspectiva más amplia y, sobre todo, en términos de tareas pendientes. Y esto excede la recuperación de un territorio. La idea de soberanía, por ejemplo, atraviesa cualquier relato sobre Malvinas. Pero evidentemente la noción de la usurpación territorial es limitada, si la comparamos, por ejemplo, con la idea de la soberanía popular. ¿Qué es lo que nos vuelve parte de un colectivo, que es lo que hace que seamos dueños de las cosas, de nuestras ideas, y de nuestro destino? La posibilidad de hacernos esas preguntas, esa enorme diferencia con el país de 1982, donde millares de compatriotas estaban desaparecidos, presos, perseguidos, censurados o reprimidos es la que transforma el aniversario de una guerra en un momento de reconocimiento a ese pasado pero sobre todo, de imaginación. Pasar del recuerdo de lo que no queremos ser nunca más al país que soñamos.